Hubo un teólogo español que fue incinerado vivo por la Inquisición en los albores del siglo XV. No se recuerda su nombre pero su descubrimiento filosófico pasó oculto menos tiempo. Lo que se sabe es que, después de haber dedicado muchos años de su vida a descifrar la ubicación espacial del Paraíso, llegó a una paradojal conclusión. En principio, no se trató de un hallazgo de coordenadas espaciales sino temporales. El Paraíso se vive en la infancia.
Los más crueles detractores de este apólogo de la niñez no colmaron sus ansias de adulta justicia terrenal quitándole la vida. Se encargaron además de vilipendiarlo e injuriarlo, tildándolo de inmaduro y bastardo de la vida.
Tiempo más tarde, el descrédito de la infancia continuó, mediante comparaciones entre la niñez y estados tales como la embriaguez o la locura. Hasta hoy se sigue considerando a los niños como seres incompletos, inacabados o aún informados. Otra barbaridad vigente es el empleo del término “imberbe” como insulto, como si acaso portar vello en la cara fuera sinónimo de felicidad[1]. Es así que volver a jugar con la comida, reír y llorar sin importar cuándo ni ante quién, se ha vuelto privilegio de pocos. Un puñado de iniciados conocedores de reglas no escritas, donde se puede creer en todo. Para ellos, volver a un mundo sin etiquetas ni críticas ni formalidades se ha vuelto prioritario. Ellos saben, ellos creen que saben cuándo se encuentra el paraíso.
Los más crueles detractores de este apólogo de la niñez no colmaron sus ansias de adulta justicia terrenal quitándole la vida. Se encargaron además de vilipendiarlo e injuriarlo, tildándolo de inmaduro y bastardo de la vida.
Tiempo más tarde, el descrédito de la infancia continuó, mediante comparaciones entre la niñez y estados tales como la embriaguez o la locura. Hasta hoy se sigue considerando a los niños como seres incompletos, inacabados o aún informados. Otra barbaridad vigente es el empleo del término “imberbe” como insulto, como si acaso portar vello en la cara fuera sinónimo de felicidad[1]. Es así que volver a jugar con la comida, reír y llorar sin importar cuándo ni ante quién, se ha vuelto privilegio de pocos. Un puñado de iniciados conocedores de reglas no escritas, donde se puede creer en todo. Para ellos, volver a un mundo sin etiquetas ni críticas ni formalidades se ha vuelto prioritario. Ellos saben, ellos creen que saben cuándo se encuentra el paraíso.
Diego Manara
[1] Nota del editor: Se recuerda a los lectores que quien suscribe estas líneas cultiva como hábito el no afeitado.
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